“Operación Primicia”: 50 años del ataque de Montoneros que convirtió a Formosa en un infierno de pólvora y sangre
El sol golpeaba como un látigo de fuego sobre las cabezas de los conscriptos del Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa. Era pleno mediodía del 5 de octubre de 1975 y, ante la ausencia de los superiores al mando del cuartel, se disponían a comer un asado dispuesto por el subteniente Jorge Cáceres que, con 21 años, ese día estaba a cargo de la custodia de la instalación militar.
Dentro de las dependencias, el calor abrasador del norte argentino no daba tregua, por eso el militar había ordenado mover su escritorio debajo de un árbol, y a unos metros, preparar el manjar clásico argentino. Sin embargo, afuera el aire era ardiente y pesado.
Nadie lo sabía, ni lo imaginaba, pero la calma dominguera estaba por romperse con un estrépito que quedaría marcado a fuego en la memoria provincial. El calor del norte, la rutina de la guardia y la aparente normalidad del día serían el telón de fondo de una de las operaciones guerrilleras más osadas y sangrientas de la década del setenta.
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Argentina atravesaba uno de los momentos más convulsos de su historia. Isabel Martínez de Perón, debilitada por la violencia política y los problemas económicos del país (hacía apenas cuatro meses que había sucedido el “Rodrigazo”), se sostenía en la Casa Rosada casi por inercia.

El país crujía en el marco de un gobierno con formalidades democráticas, pero en el que existía un conflicto bélico inocultable: la Triple A, con base en el Ministerio de Desarrollo, asesinaba militantes de izquierda, y las organizaciones armadas, como Montoneros y el PRT-ERP, respondían con operaciones y ataques militares.
En ese clima, las Fuerzas Armadas guardaban un silencio que escondía un propósito sabido o imaginado por todos: reasumir un rol político protagónico mediante un nuevo golpe militar.
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Para ese entonces, Montoneros, el máximo exponente de la guerrilla peronista, había decidido dividir en dos su organización. Por un lado el Partido Montonero, encargado de la acción política, y por el otro, el Ejército Montonero, dedicado exclusivamente a librar la guerra revolucionaria. El objetivo, según explicó una fuente consultadas por PERFIL que pidió estricta reserva de su identidad, era “ofrecer menos blancos al enemigo”.
La “Operación Primicia” sería entonces, el primer operativo de su flamante Ejército. La organización había pensado la acción con las características de todas las que realizó desde su acto fundacional: el sorprendente secuestro y ajusticiamiento del expresidente de facto Pedro Eugenio Aramburu.
Dicho “bautismo de fuego” debía ser una acción de envergadura, deslumbrante, un golpe de efecto destinado a demostrar que la organización seguía en marcha y que tenían la capacidad de desafiar al Estado y “detener, o al menos demorar el golpe de Estado”, que a esa altura, era cantado.

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Según afirmó la organización en la edición de octubre de 1975 de su órgano de propaganda, “Evita Montonera”, en la “Operación Primicia” participaron 60 combatientes. Treinta y nueve fueron distribuidos en nueve pelotones de combate y 21 cumplieron funciones logísticas.
La misión incluyó la utilización de 19 vehículos, el secuestro de un Boeing 737 de Aerolíneas Argentinas, la toma del Aeropuerto Internacional “El Pucú” de Formosa y el empleo de un arsenal imponente: 11 fusiles FAL, 18 ametralladoras Halcón, 5 fusiles FN, un fusil Madsen, dos escopetas, cinco minas, 51 granadas y pistolas cortas para cada guerrillero.
El objetivo central era el robo de la totalidad de las armas del Regimiento 29 de Formosa y, según afirmó la fuente montonera en off the record, “imponer miedo en las cúpulas de las Fuerzas Armadas”.
El plan era ambicioso. Quizás demasiado. Porque lo que pretendía ser un robo monumental de armamento, terminaría como una sangrienta masacre en la que sólo pudieron llevarse un fusil FAP y apenas 19 FAL.
Raúl Clemente Yaguer: la mente detrás de la «Operación Primicia»
La mente detrás de la “Operación Primicia” fue Raúl Clemente Yaguer, un dirigente histórico de Montoneros de la zona del litoral. La descripción de quienes lo conocieron coinciden en que era meticuloso, obsesivo y frío a la hora de diseñar acciones militares. Había combatido en la clandestinidad durante años y para 1975 formaba parte de la conducción nacional de la organización.

Bajo una política que se repetía en varias organizaciones armadas, Yaguer fue designado para coordinar el golpe para demostrar que “los jefes siempre deben ir al frente”. Montoneros necesitaba reafirmar su lugar en el mapa político nacional, pero principalmente en el conflicto interno que atravesaba al peronismo. Para eso, debían hacerse de armas pesadas para llevar sus combates a un nivel superior.
Yaguer sabía que la operación debía ser perfecta en cada detalle: no sólo estaba en juego la vida de decenas de combatientes, incluyendo la suya, sino también la credibilidad política y militar de la organización. Por eso, dividió a los militantes en pelotones con roles específicos.
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Uno se encargaría del secuestro del vuelo AR 706 de Aerolíneas Argentinasm que despegaría del Aeroparque Jorge Newbery con destino a Formosa previa escala en Corrientes. Otro se encargaría de la toma del aeropuerto formoseño El Pucú. Los siete restantes serían quienes irrumpirían en el Regimiento.
Por la distancia del objetivo que atacarían, y la falta de rutas, la única forma de llegar y escapar era en avión. Por eso, un grupo logístico había preparado una pista de aterrizaje improvisada cerca de Rafaela, en la provincia de Santa Fe. También dispusieron una gran cantidad de vehículos de escape y casas de seguridad distribuídas en distintos puntos de la provincia.
Para Yaguer, se trataba de un paso decisivo hacia el “ejército popular” con el que soñaba la conducción montonera.
El plan no dejaba nada librado al azar: cada combatiente tenía su misión asignada, cada vehículo su ruta de fuga y cada arma su destino. Incluso el montaje de la pista improvisada en Santa Fe fue diseñado con precisión milimétrica: paneles metálicos con patas clavadas en la tierra estaban recubiertos de lona blanca fosforescente. Una maqueta de guerra trasladada al campo argentino.
Pero ni la disciplina de Yaguer, ni la férrea voluntad de Montoneros, alcanzaron a prever lo que finalmente sucedería. Había un punto débil en la planificación. Impensable para Montoneros.
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Todo el operativo se sostuvo en la presencia de un soldado montonero infiltrado en el Regimiento: el conscripto santafesino Luis Roberto Mayol. Durante meses, “aquel traidor”, como lo calificó un soldado que vivió el ataque desde adentro del Regimiento, realizó tareas de inteligencia dentro del cuartel. Informó a Yaguer sobre cada movimiento, la ubicación del armamento, los horarios de los relevos y todo dato que pudiera ser de utilidad.
Sin embargo, cometió un error decisivo: subestimó la capacidad de reacción de los soldados del Regimiento. Mayol, proveniente de una gran ciudad, consideró a los conscriptos formoseños “lerdos y con poca iniciativa”, y por eso supuso una rendición inmediata. Esa subestimación es la que conduciría al fracaso de la operación y derivaría en la muerte de, al menos, 12 combatientes montoneros.
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La primera pieza del engranaje se puso en marcha a las 15:15 del domingo 5 de octubre de 1975, en el Aeroparque Jorge Newbery. El ambiente era tranquilo: familias que regresaban a Formosa, algunos hombres de negocios y madres con bebés en brazos. El Vuelo AR 706 despegó rumbo a Formosa, previa escala en Corrientes. Era un Boeing 737-200, matrícula LV-JNE. A bordo viajaban 102 pasajeros y seis tripulantes.
Entre los viajeros había siete integrantes de Montoneros. Llevaban escondidas pistolas Browning 9 mm y granadas de fabricación propia. También viajaban dos médicos de la organización, con kits de primeros auxilios para atender a los posibles heridos durante la misión.

Media hora más tarde, a las 15:45, cuando la aeronave cruzaba el cielo de la localidad de Monte Caseros, Corrientes, comenzó formalmente la acción. Dos guerrilleros se levantaron de sus asientos y caminaron hacia la cabina. Lo hicieron con una calma forzada, conteniendo la respiración. Estaban conscientes de que, desde ese instante, todo podía salir bien, o estallar en un desastre.
El primero de ellos apuntó al copiloto y, con una orden casi monosílaba, lo obligó a moverse hacia la cabina de pasajeros. Al percibir lo extraño de la situación, la tensión se apoderó del avión. Hubo pasajeros aterrados, madres que apretaban a sus hijos contra el pecho y miradas de pánico. Los guerrilleros no vacilaron: el Boeing debía desviarse ya mismo hacia Formosa, antes de llegar a Corrientes.
El secuestro del Boeing fue limpio, casi quirúrgico. Los guerrilleros actuaron con disciplina y sin disparar un sólo tiro. Sin embargo, el verdadero objetivo no estaba allí. El avión era apenas la llave de acceso para la huída. Lo que seguía era tomar el aeropuerto formoseño. La primera parte de la “Operación Primicia” estaba en marcha.
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El asfalto de la pista de aterrizaje del aeropuerto “El Pucú”, se derretía como un hierro al rojo vivo. Según el archivo histórico del Servicio Meteorológico Nacional, esa tarde en Formosa la temperatura superaba los 45°.
A las 16:40, el vuelo AR 706 de Aerolíneas Argentinas secuestrado por Montoneros aterrizó sin problemas en suelo formoseño. Minutos antes había sucedido algo inesperado y fuera del plan: un Piper Navajo de la gobernación provincial había aterrizado con el interventor Juan Carlos Taparelli y su comitiva. Sin querelo, quedarían atrapados en medio del operativo.
En la pista también descansaba un Cessna 182, robado más temprano ese mismo día por la guerrilla peronista del Aeroclub Chaco. Esa aeronave, de menor porte, sería parte de la fuga de los combatientes: la usarían para confundir a las autoridades sobre el rumbo en el que los militantes escaparían.
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Cuando el Boeing 737 detuvo su marcha, la escalerilla metálica se desplegó y por ella bajaron hombres que no parecían turistas. Usaban chalecos y llevaban armas envueltas en trapos. Se movían con una calma tensa que olía a violencia planificada.
El aeropuerto «El Pucú» no tenía la magnitud del Aeroparque Jorge Newbery. Era una terminal chica, con una torre de control modesta y un hall que servía tanto de sala de espera como de espacio de operaciones para funcionarios y el personal de pista.

En ese escenario, el plan montonero entró en su segundo acto. Tras el aterrizaje, el contingente armado se desplegó con rapidez y eficacia por la instalación aérea. Lo primero fue reducir a un grupo de cuatro policías que se encontraban esperando al interventor Taparelli: el sargento Agapito Fretes, el cabo Joaquín Burgos y los agentes Carlos Ortiz y Argentino Alegre.
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Pero el intento de someter a los efectivos se convirtió en un infierno. Sería apenas el primero de varios que marcaron aquella tarde. De inmediato, un tiroteo entre los guerrilleros y los policías dejó herido al agente Argentino Alegre. Lastimado como estaba, buscó escapar en sentido a la ruta 11, mientras a su alrededor el caos explotaba.
Desde la torre de control, dos montoneros vieron la escena. “¡Se mueve el cana!”, alertó uno. A cien metros, Alegre luchaba por mantenerse en pie, mientras su respiración se mezclaba con el estruendo de los disparos.
En ese momento, un FAL montonero apuntado con precisión cortó el aire: un disparo certero derribó al policía antes de que pudiera avanzar un sólo metro más. El tiempo se congeló en un instante de violencia pura.
Esa fue la primera falla en el plan de Yaguer. Su orden general impartida había sido dominar la logística en silencio. Por la tenacidad de los policías, no se pudo.
La torre de control, mientras tanto, quedó cercada. Un montonero ordenó: “Quietos y en silencio. No levanten las cabezas o se las arranco de un tiro”. Otro de los guerrilleros, quizá con intención de bajar la tensión, afirmó con la voz más baja que pudo una frase que se repetiría varias veces ese día: “No se asusten, la cosa no es con ustedes”.
Dentro del Boeing, la acción continuaba. Uno de los combatientes intentó tranquilizar a los viajeros: “No tengan miedo, no les va a pasar nada: esto es un operativo de Montoneros”.
Acto seguido, los guerrilleros permitieron bajar a todos los pasajeros rehenes por la escalerilla de la aeronave. A todos, menos a uno muy singular: el prefecto mayor Aníbal Antúnez, jefe de la Delegación Corrientes de la Prefectura Naval.
“¿Tenés el fierro encima?”, preguntó un montonero. “Sí”, respondió con firmeza el gendarme. “Lo voy a tener que palpar”, indicó el guerrillero. Pero Antúnez le dijo que su pistola estaba dentro de su portafolio. El combatiente abrió el estuche y vió el arma. Con ironía le dijo a Antúnez: “Muy bueno el fierro”, y le devolvió el maletín vacío.
El gendarme quedó retenido dentro del avión por su conocimiento militar, pero principalmente por su valor como “pieza de intercambio”. Cuando todos los pasajeros estuvieron abajo del Boeing, la aeronave ya se había convertido por completo en el vehículo de fuga de los combatientes.
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Cerca, el Cessna robado del Aeroclub Chaco, era la otra parte del ballet. A las 17:30 tenía que despegar, con cuatro guerrilleros a bordo, rumbo a Corrientes, donde una arrocera le serviría de pista improvisada. Su función era hacer creer a las autoridades, mediante el uso de radares, que los montoneros estaban escapando hacia ese lugar.
En los minutos posteriores, los montoneros forzaron a un operario de pista a recargar el combustible de la aeronave, verificaron las rutas y las radios. Tomaron decisiones rápidas: ordenar armamento, revisar bolsas y hacer espacio para posibles heridos en camillas improvisadas.
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Tenían un cronograma que no perdonaba errores. Toda acción tenía un tiempo máximo, y como en toda operación militar, toda demora se traducía en riesgo. La operación que se diseñó en una mesa ahora debía responder en el terreno, y ya había sufrido un primer percance.
Es imposible saber cómo, pero pese a la tensión que existe en toda operación armada, los guerrilleros se movían con total frialdad y autocontrol. Algunos empleados del aeropuerto intentaron sin éxito comunicarse por radio para pedir ayuda: las señales habían sido cortadas. La sensación general era que el orden hasta ese momento conocido había sido suplantado por otro, tan organizado como brutal.
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Casi en paralelo a la toma del Aeropuerto “El Pucú”, comenzó la etapa principal de la “Operación Primicia”: la toma del Regimiento de Infantería de Monte 29 de Formosa. La entrada al cuartel no fue por la puerta principal. Era una operación de precisión: se accedería por una puerta trasera utilizada para material y servicio, donde la vigilancia era más laxa durante las siestas de los domingos.
La idea en la mesa de comando, con Yaguer a la cabeza, había sido explotar ese momento en el que el calor y la costumbre se traducen en ausencia de peligro.
Según relató a PERFIL el ex conscripto Ricardo Valdés, presente aquella tarde en la instalación militar, el Regimiento era un universo propio. En los dormitorios había literas llenas de “colimbas” que dormían o intentaban pegar un ojo para descansar. En los patios, ropa secándose al sol. Una pequeña cantina y una pequeña cancha de fútbol estaban vacías y en silencio.
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Ese contraste —la cotidiana sencillez de la vida de cuartel frente a la violencia que se avecina— es lo que volvió la escena más traumática para los protagonistas: la guerra irrumpiendo en lo doméstico. Según la narración del ex recluta, el ingreso de los montoneros se produjo pasadas las 16:00.
La acción comenzaría con la actuación del infiltrado, Luis Roberto Mayol, que aquel día se encontraba de franco. Sin embargo, más temprano había ocurrido un hecho que a los militares les resultó sospechoso. Pese al abrumador calor, el conscripto encubierto se acercó al regimiento al mediodía con la excusa de buscar un pullover.

Con ese pretexto, ingresó al cuartel, buscó su pullover color celeste, pero además aprovechó para chequear el estado del regimiento, la cantidad de efectivos, sus posiciones, el armamento que portaban y más información operativa que serviría para la acción de Montoneros.
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Incluso fue invitado a quedarse al asado que preparaban sus compañeros. No lo hizo. Debía volver a reunirse con su jefe, Raúl Yaguer, para informarle las últimas novedades. Al subteniente Jorge Cáceres, a cargo de la guarnición militar, le resultó extraño tanto interés por un pullover, con el calor sofocante que hacía.
El oficial le tenía desconfianza a Mayol desde que llegó al regimiento formoseño desde una guarnición militar de Rosario. En su interior, creía que era un traidor. Pero sin pruebas, no podía acusarlo de nada. Horas más tarde las tendría, y de sobra.
Al comenzar el operativo, el colimba guerrillero sacó ventaja de ser conocido por todos. Acompañado por un civil, se acercó a un cuartelero y le pidió fuego. El militar dudó un instante, pero frente a aquel santafesino “siempre sonriente y con dinero para pagarse una Coca Cola”, cayó en la trampa. Apenas le ofreció su encendedor, el montonero encubierto lo inmovilizó y se apoderó de su arma. Sin perder tiempo, hizo señales para que sus compañeros iniciaran el ingreso al regimiento.
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Los montoneros llegaron en varias camionetas, desplegándose en columnas que abrieron los portones gracias a la ayuda del infiltrado. Cinco de ellos saltaron de uno de los vehículos y se encontraron con un personaje crucial. Quizás el más determinante de toda esta historia: el conscripto Hermindo Luna. Fue en ese instante que la chispa de la resistencia se encendería.
Los atacantes intentaron someterlo con la voz: le dijeron lo que ya habían dicho en el avión y en la cabina de control del aeropuerto: “Con vos no es la cosa, rendite”. Pero Luna respondió a la ofrenda de rendición con un estallido de dignidad: “¡Acá no se rinde nadie, mierda!”.

La frase —corta, rocosa, llena de furia y de orgullo— transformó la operación, que buscaba la menor cantidad de bajas posibles, en un combate a muerte. Luna cayó casi de inmediato, alcanzado por una ráfaga que le destrozó la carne.
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Sus palabras antes de morir quedaron en la memoria de sus compañeros y en la de todo el pueblo formoseño como epitafio, desafío y, principalmente, como muestra de valor y coraje.
El abogado y ex diputado radical, Mario Arce, que representa a los familiares de los soldados caídos y heridos en el ataque montonero del 5 de octubre de 1975 —quienes buscan una indemnización por su acción en defensa de la democracia y las instituciones— lo definió ante PERFIL de manera contundente: “Es el slogan de Formosa”.
Malherido, con el fusil aún en la mano y la mirada seca, el conscripto perdió la vida apoyado sobre su “novia”, como le decían los militares a su fusil FAL.
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Pero lo de Luna no fue sólo un grito. Fue una decisión que puso de manifiesto la moral del conscripto y la brutalidad de enfrentar soldados jóvenes con guerrilleros entrenados y jugados a un todo o nada.
Ante los primeros disparos, el cuartel se organizó, pero de manera desordenada: subtenientes improvisando órdenes, jóvenes intentando cubrir puertas y ventanas, algunos buscando armas en la sala de guardias.
El combate se desarrolló en microespacios: pasillos, patios, dormitorios, baños, la sala de armas. Cada esquina cobró la densidad de la sangre, que pronto manchó cada centímetro de las instalaciones del Regimiento.
Entre las escenas más duras, los relatos cuentan cómo grupos de conscriptos —muchos sin experiencia de fuego— intentaron contener la embestida. Hubo caídas, empujones, pero también disparos precisos que abatieron a montoneros.
La crueldad del combate se expresó en radios que pedían refuerzos que nunca llegarían a tiempo, en retazos de órdenes incompletas, en hombres que caían con sus vísceras saliendo de sus cuerpos, con la cara contra la tierra. Muchos encontraron la muerte sin saber qué pasaba.
No fue así para el subteniente Cáceres. Estaba en el edificio de la Guardia cuando el primer estampido de balas sacudió el aire. Al salir de su oficina, se topó de frente con Mayol en un angosto pasillo. En un instante, comprendió todo: sus sospechas, sus recelos, todo aquello que había imaginado se convirtió en realidad ante sus ojos.

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El aire en el pasillo se cargó de tensión. Mayol, cuyo nombre de guerra era “Ricardo”, sostuvo su pistola con firmeza, apuntando a Cáceres, mientras la adrenalina corría por sus venas. «¡A ver si me gritás ahora, hijo de puta!», le reclamó. Sin embargo, el disparo no salió; un instante de frustración se dibujó en su rostro.
«¡Yo sabía que eras un traidor!» respondió Cáceres, y alzó su arma con la intención de devolver el ataque. Pero en el apuro había olvidado amartillarla, y el gatillo cedió sin efecto, dejando el pasillo en un silencio cortante entre ambos.
Durante unos segundos que parecieron horas, esos dos jóvenes de apenas 21 años se estudiaron, con los músculos tensos, la mirada cargada de rencor y gatillando sin que las balas de ninguno salieran. Mayol lanzó entonces un golpe rápido; Cáceres reaccionó con una trompada y añadió una patada que resonó contra las paredes del estrecho corredor.
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La escena se tornó aún más caótica cuando un montonero irrumpió con una ametralladora Halcón, obligando a Cáceres a buscar refugio en un depósito de mercaderías cercano. Cerró la puerta con rapidez, revisó la carga de su pistola y, con cuidado, la amartilló. Tomó aire y volvió a asomarse, evaluando la situación con cautela.
Pero el pasillo estaba vacío. Mayol y su compañero se habían ido para atender una urgencia: la inesperada fuga de los soldados de una habitación.
Cáceres encontró entonces una ventana que conducía a la galería frontal del regimiento. Se deslizó hacia ella y avanzó con sigilo. Pero el dolor no tardó en aparecer: una bala impactó en su pierna. Aun así, siguió adelante. El combate no permitía pausas, y cada acción podía determinar quién sobreviviría aquel día.
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Prueba de ello es que, pocos minutos después, mientras los montoneros ya iniciaban su retirada, el infiltrado montonero, Roberto Mayol, el hombre que había cumplido un rol clave en la «Operación Primicia», fue herido y cayó sobre el pasto. Intentó pararse y continuar su huída. Sin embargo, una ráfaga de FAL lo partió al medio. Su cuerpo quedó tendido lleno de sangre justo al lado de uno de sus compañeros que logró escapar.
La duración del enfrentamiento varía según la fuente consultada, pero todas indican que se extendió entre 30 y 45 minutos. Los montoneros, a pesar de la aparente superioridad de su plan, sufrieron bajas. La cifra exacta aún se discute. Sin embargo, las fuentes militares consultadas hablan de al menos 12 muertos.
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Claramente, no fue la victoria limpia que habían imaginado. Los cuerpos de los combatientes quedaron dispersos entre los pasillos y la plaza del cuartel, entre el humo y los charcos de sangre.

La operación había logrado parte de su objetivo —robar armas y exhibir fuerza—, pero el costo fue alto. Según relatan algunos ex montoneros, los errores de la “Operación Primicia” desataron intensas discusiones internas que marcarían el futuro de la organización y su “militarización”.
Lo que en un inicio se planeó como un robo masivo de armamento terminó reduciéndose a la apropiación de un fusil FAP y apenas 19 FAL.
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El plan de escape de la “Operación Primicia” había sido diseñado con el mismo rigor que el asalto al Regimiento: el Boeing 737 secuestrado funcionaría como taxi aéreo para los combatientes, mientras que una pista improvisada en Santa Fe permitiría su aterrizaje. Allí, camiones numerados y casas seguras dispersas por toda la provincia servirían para dispersar a los guerrilleros, y un Cessna volaría hacia Corrientes como distracción para los radares.
Sin embargo, como en el aeropuerto “El Pucú” y principalmente dentro del Regimiento, los errores aparecieron. No se sabe si fue un descuido, pero Yaguer no tomó en cuenta un factor crítico para aterrizar un avión: el clima.
La pista improvisada, ubicada al sur de la localidad de Rafaela, exigía precisión máxima. Montoneros había preparado rectángulos metálicos con patas para crear una superficie lo más plana posible, pintada con material fosforescente para ser visible desde el aire.
Pero la burla de la naturaleza fue implacable. Durante la noche del 4 y la mañana del 5 de octubre, un torrencial convirtió la tierra bajo las placas en un lodazal. Al tocar suelo, el tren delantero del Boeing se hundió, poniendo en peligro la vida de los guerrilleros y dejando claro que, ni la planificación más meticulosa, puede vencer a la naturaleza.

Más allá de ese percance, a las 18:40, el Boeing con el tren delantero hundido quedó encorvado en la pista temporaria. Los combatientes bajaron por la escalerilla. Rápidamente, descargaron heridos por el tobogán inflable y descargaron también armas envueltas en bolsas blancas que subieron a una camioneta. La maniobra fue cinematográfica. Una logística que, pese a las fallas, permitió la dispersión.
Cada camioneta que esperaba junto a la pista tenía un número en el parabrisas: una clave para orientar a los guerrilleros hacia diferentes rutas de escape y reunificación. Algunos escaparon hacia Santa Fe, otros hacia Rosario, otros hacia San Francisco. Los que estaban malheridos fueron cargados y protegidos; los que podían caminar partieron en grupos coordinados.
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El Cessna, por su parte, había cumplido su papel de señuelo. Durante varias horas, las fuerzas de seguridad creyeron que los montoneros habían escapado hacia Corrientes.
En Santa Fe, la oscuridad comenzaba a caer y la prisa exigía salir cuanto antes. Los hombres estaban exhaustos. En ese marco, el silencio posterior a la descarga fue incómodo. La sensación de victoria se mezcló con la conciencia de las pérdidas.
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Con el correr de las horas y los días, la maniobra demostraría que la audacia no siempre se traduce en resultado estratégico. En términos de logística, la operación fue efectiva; pero en términos de objetivos —robo masivo de armamento y consolidación militar— fracasó en cumplir su verdadero propósito.
Mientras los últimos grupos se perdían en la oscuridad del campo santafesino, quedaron en el aire dos preguntas que ningún mapa, radio o señal podrían responder: ¿quién había logrado realmente controlar la operación? ¿Y quién había quedado atrapado en el laberinto de su propia audacia? La noche, pesada y silenciosa, terminó guardando secretos que ni los guerrilleros ni las fuerzas de seguridad lograrían desentrañar jamás por completo.
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La “Operación Primicia” no fue un episodio más: marcó un punto de inflexión y de no retorno. Montoneros mostró que había alcanzado un grado de planificación y de capacidad operativa que sorprendió a muchos. Pero, al igual que en el secuestro de Pedro Eugenio Aramburu y en la toma de la localidad cordobesa de La Calera, su audacia se pagó con sangre.
Políticamente, el ataque dio argumentos a los sectores civiles, políticos, sindicales y militares que pedían “mano dura”. El presidente provisional Ítalo Luder (Isabel Martínez de Perón se encontraba de licencia, sobrepasada por la crisis de un país que parecía sin remedio) terminaría por promulgar los tristemente célebres decretos de aniquilamiento de la subversión. Esos documentos serían la base legal sobre la que se apoyaría la dictadura cívico-militar de 1976-1983 para perpetrar las peores brutalidades de la historia argentina.

No se puede plantear una conexión directa entre el accionar de Montoneros y el terrorismo de Estado ejercido por las Fuerzas Armadas. Sin embargo, lo que la organización consiguió —queriendo o no— fue alimentar el discurso represivo de un gobierno debilitado y, al mismo tiempo, darle más argumentos a quienes reclamaban la intervención militar.
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La sociedad, por su parte, percibió que la violencia había cruzado límites que hasta entonces parecían intocables. Para toda una generación, la “Operación Primicia” fue el día en que la política perdió todo sentido y la guerra abierta se convirtió en la única lógica posible.
En el plano guerrillero militar, la lectura fue ambivalente y dejó cicatrices incluso dentro de la propia organización. Algunos celebraron la acción como un gesto de audacia. Otros la consideraron un error estratégico que dejó más mártires que resultados.
La muerte de conscriptos —jóvenes obligados a servir— abrió un debate ético que golpeó con fuerza dentro de Montoneros. La discusión giró en torno al grado de militarización de la organización y a los límites de esa estrategia.
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Los documentos internos posteriores reflejaron la tensión: ¿Valió la pena sacrificar cuadros, arriesgar militantes jóvenes, poner en riesgo civiles, asesinar a simples “colimbas” y exponer a todo el movimiento por un arsenal que, finalmente, se redujo a unas pocas armas largas?
Mientras tanto, la figura de Hermindo Luna se elevó por encima de cualquier cálculo frío. Su gesto y su frase quedaron en la memoria colectiva formoseña como símbolo. 50 años después, su nombre y su voz resuenan en monumentos, actos y en la tradición oral.
Lo cierto es que la “Operación Primicia” fue el síntoma de una escalada política y militar que nadie pudo frenar a tiempo. Pero nobleza obliga: en 1975 esa escalada ya era imposible de contener.
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Medio siglo después, la “Operación Primicia” no se recuerda como la victoria que Montoneros proclamó en su momento. Prueba de ello es que todos los combatientes que aún sobreviven consultados por PERFIL, prefirieron no hablar del tema, o hacerlo en estricto off the record.

“El saldo final fue el de una derrota disfrazada de hazaña”, comentó un mando medio consultado para este artículo. Y agregó: “Creímos estar construyendo un mito de poder, pero lo que logramos fue borrar los límites de la violencia revolucionaria en un país que ya se precipitaba hacia el abismo”.
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El paso del tiempo parece haberles dado perspectiva: aquella acción fue un disparo que rebotó contra ellos mismos. No sólo reforzó al aparato estatal que buscaban debilitar, sino que además aceleró el golpe de Estado.
Como de costumbre, la organización fue críptica y evasiva respecto a su posición frente al golpe de 1976. Algunos sectores lo alentaron bajo la premisa de que “cuanto peor, mejor”. Otros, como Roberto Perdía, eligieron una postura más digerible, y con los años afirmaron que lo que buscaban “era detener o retrasar el golpe”. Queda en cada uno decidir a quién creerle.