Matemática, máquinas y humanos: ¿quién enseña a quién?
En las universidades argentinas hay una materia que es, a la vez, fantasma y verdugo: la matemática. No hay carrera que no tropiece con ella ni estudiante que no la recuerde como prueba de fuego. Y, sin embargo, un informe reciente del Centro de Investigaciones Sociales (CIS) de UADE acaba de encender una chispa inesperada: la tecnología digital, a la que a veces acusamos de frivolizar la atención, puede ser aliada poderosa en la enseñanza de los números.
El estudio revela que los estudiantes que cursaron matemática con plataformas adaptativas aprobaron más (un 5,27% de promedio), abandonaron menos (8,64% menos de recursantes) y, en los cursos virtuales, hasta se duplicaron los niveles de promoción. Pero el hallazgo más inquietante no está en las cifras: está en la constatación de que incluso las mejores máquinas no pueden desplazar a los docentes.
Platón advertía en el ‘Fedro’ que la escritura podía atrofiar la memoria, porque los estudiantes confiarían en lo escrito y no en su propia mente. Hoy los algoritmos parecen amenazar la autonomía, pero la clave está en cómo usamos la herramienta«
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En un tiempo donde se discute si la inteligencia artificial reemplazará a los profesores, este trabajo dice otra cosa: la tecnología funciona solo cuando hay un ser humano que acompaña, interpreta y guía. El 88% de los alumnos encuestados lo reconoció: el profesor sigue siendo el faro.
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Vivimos en la era del algoritmo omnisciente, pero la matemática universitaria nos devuelve al origen de todo aprendizaje: el vínculo humano. El docente aparece como mediador indispensable entre la máquina y el estudiante, un Hermes pedagógico que traduce la rigidez del sistema digital en comprensión, motivación y, finalmente, conocimiento.
Platón advertía en el Fedro que la escritura podía atrofiar la memoria, porque los estudiantes confiarían en lo escrito y no en su propia mente. Hoy podríamos repetir la escena: los algoritmos parecen amenazar la autonomía, pero, como entonces, la clave no está en la herramienta sino en cómo la usamos.
Es disruptivo porque trastoca la idea de que la innovación tecnológica es un fin en sí mismo. El dato más brutal lo confirma: apenas el 38% de los alumnos admite que le gustan las matemáticas; pero ese porcentaje se eleva a 59% entre quienes usaron plataformas adaptativas con acompañamiento docente. El gusto por aprender, ese intangible, no se programa en ningún software.
El Ministerio de Educación argentino lanzó en 2024 un programa para que las universidades públicas incorporen recursos digitales. ¿Es suficiente? El informe advierte que no: la tecnología puede ser prótesis, no milagro. Sin rediseño pedagógico, sin docentes preparados para dialogar con estas herramientas, los números se desinflan y la motivación se evapora.
Hay una lección para la sociedad entera. En un mundo donde se discute si las máquinas piensan, este estudio nos recuerda otra pregunta: ¿podemos pensar nosotros mejor gracias a las máquinas? La matemática se convierte así en metáfora de un dilema mayor: cómo articular lo humano y lo digital sin perder la brújula crítica.
La técnica nunca es neutra: al mismo tiempo que nos abre posibilidades, redefine nuestra manera de habitar el mundo. Habrá que dirimir si queremos una educación gobernada por algoritmos, o una educación que se sirva de ellos sin perder el pulso humano.
Trascendemos la discusión sobre aprobados y desaprobados porque, ciertamente, la cuestión es cultural: qué educación queremos construir, una que entregue llaves digitales sin cerrojo humano, o una que reconozca que el conocimiento florece cuando el algoritmo se encuentra con la pedagogía.
La paradoja final podría haberla escrito Umberto Eco: las máquinas enseñan, pero solo cuando un humano enseña a las máquinas cómo enseñarnos.