Los límites de las marcas
En tiempos digitales, todos somos marcas. Nuestras elecciones de consumo son mucho más que transacciones: son espejos que reflejan quiénes somos y, sobre todo, quiénes queremos ser. Pocas cosas son tan profundas como el consumo: nos proyecta no solo en el presente, sino hacia la versión futura a la que aspiramos.
Ahí aparece el brand stretch: tomar la identidad de una marca —sea una empresa, una celebridad o un creador— y extenderla hacia categorías nuevas, muchas veces inesperadas. No hablamos de una simple variación de producto, sino de colonizar nuevos territorios. En términos simples, un brand stretch consiste en usar un nombre o identidad que ya tiene prestigio y confianza para lanzar un producto en otra categoría. Funciona porque aprovecha el capital simbólico acumulado: la audiencia ya “compró” la historia, ahora compra la extensión. El riesgo, claro, es grande: si lo nuevo contradice lo que la marca representa, el efecto boomerang puede ser devastador.
No es fácil creer en estos tiempos: las religiones tradicionales pierden relevancia, la política genera desconfianza y la IA puede hacernos dudar de lo que vemos o leemos. Pero el deseo de fe no desaparece. Se desplaza. Hoy muchas marcas y celebridades ocupan ese lugar de guías seculares: nos muestran cómo vestirnos, cómo cuidarnos, incluso cómo explorar nuestra intimidad.
Por eso, un brand stretch ya no es solo un movimiento de marketing, sino un ritual secular: una forma de darle cauce a nuestra necesidad de creer en algo. Y lo imposible se hace posible: Martha Stewart hablando de longevidad capilar a los 83 años, Harry Styles lanzando vibradores de diseño, las Kardashians convirtiendo su estética en modelo global de aspiración. No es solo consumo: es fe laica en la promesa de que cada compra me acerca a la mejor versión de mí mismo.
Ejemplos que funcionan. Harry Styles con Pleasing empezó ofreciendo esmaltes y productos de skincare, y se expandió a wellness sexual con coherencia total respecto de su narrativa de libertad y fluidez. Martha Stewart, ícono de cocina y hogar, encontró en Elm Biosciences la forma de trasladar su reputación hacia el universo de la longevidad, reforzando su credibilidad en estilo de vida saludable. Las Kardashians son el manual vivo del brand stretch: de reality familiar a imperio global de belleza, shapewear, cosmética médica y más, construyendo sobre la aspiración y estética que ya habían consolidado. Gwyneth Paltrow con Goop también representa un caso claro: de newsletter personal pasó a ser una marca de wellness con productos que van desde cremas hasta gadgets íntimos, siempre bajo el paraguas del bienestar premium.
Cuando fracasa. Los intentos fallidos también son parte de la historia del brand stretch, y algunos quedaron inmortalizados en el Museum of Failure, creado por el psicólogo sueco Samuel West. Este museo recopila más de 150 productos y servicios que fueron lanzados con grandes expectativas y terminaron en rotundo fracaso.
Entre las piezas más célebres está la lasaña Colgate: la marca asociada a pasta dental intentó estirarse hacia alimentos congelados, pero para los consumidores era imposible desligar la idea de “sabor a dentífrico” de un plato de comida. Otro caso es el perfume Adidas, que buscaba capitalizar el prestigio de la marca deportiva en el terreno de las fragancias, pero el imaginario colectivo lo asociaba más al sudor y al esfuerzo físico que a un aroma deseable. El mismo problema tuvo la bicicleta Harley-Davidson: la marca del rugido, las rutas infinitas y la rebeldía no podía estirarse con credibilidad hacia un objeto asociado a la infancia y la inocencia.
El factor confianza. El éxito o fracaso de un brand stretch se explica, en última instancia, por la confianza. El Edelman Trust Barometer 2025 —una encuesta global que mide cuánta confianza tienen las personas en instituciones como gobiernos, medios, ONGs y en las marcas— revela que, desde 2022, la confianza en las marcas en general subió hasta alcanzar el 68 %, mientras que en instituciones tradicionales permanece estancada alrededor del 55 %. Este diferencial es clave: las personas confían más en las marcas que ya usan que en entidades históricamente consideradas pilares sociales. Eso significa que cuando una marca se estira, no solo capitaliza reputación: también ocupa un espacio vacío dejado por instituciones que ya no inspiran.
Además, la confianza varía por generaciones y explica la potencia del fenómeno. Según distintas fuentes, el 87 % de la Generación Z compraría productos recomendados por influencers, y el 94 % confía más en ellos que en la publicidad tradicional. Entre millennials, uno de cada dos asegura confiar más en influencers que en anuncios de marca.
El brand stretch es mucho más que una táctica de marketing: es un acto de fe contemporáneo. Confiamos en marcas, influencers y celebridades porque los percibimos como espejos aspiracionales. Y en una era donde la IA borra las fronteras entre lo creíble y lo imposible, esa confianza se convierte en el nuevo capital espiritual: depositamos en ellos la esperanza de transformarnos, de estirarnos nosotros mismos hacia quienes soñamos ser.
*Ximena Díaz Alarcón es fundadora y CEO deYouniversal.
por Ximena Díaz Alarcón