La paradoja de los diamantes y las cebollas ¿Qué es la riqueza en la vida?



Había una vez un hombre pobre, cansado de luchar cada día por sobrevivir. Su vida era una sucesión de esfuerzos estériles, y su corazón anhelaba una oportunidad, una señal, algo que le permitiera cambiar su destino. Un día, impulsado por la desesperación —o tal vez por la esperanza— decidió embarcarse en un largo viaje hacia tierras lejanas, en busca de fortuna.

Pero el mar, impredecible como la vida misma, lo puso a prueba.

Una tormenta feroz azotó su barco hasta hacerlo pedazos, y las olas lo arrojaron, inconsciente, sobre la orilla de una isla desconocida.

Cuando abrió los ojos, lo primero que vio lo dejó sin aliento: la playa entera brillaba bajo el sol, cubierta de diamantes.

El pasto no es más verde del otro lado: solo más cuidado

Con manos temblorosas, comenzó a recogerlos, llenando sus bolsillos, su camisa, todo lo que encontraba. ¡Por fin había encontrado la riqueza que tanto había soñado!

Corrió hacia el pueblo más cercano, deseoso de intercambiar su tesoro y comenzar una nueva vida. Pero cuando mostró sus diamantes, la gente estalló en carcajadas.

“¿Diamantes? Eso aquí no vale nada”, le dijeron entre risas. “Están por todas partes, míralos en la arena. Aquí lo que realmente tiene valor son las cebollas. Todo se compra, se vende y se mide con cebollas. Eso es lo raro, lo preciado, lo verdaderamente valioso.”

Atónito, el hombre guardó sus diamantes y decidió adaptarse. Aprendió a cultivar cebollas, a comerciarlas, a prosperar con ellas.

Con el paso de los años, se convirtió en uno de los hombres más ricos de la isla, rodeado de montañas de cebollas que representaban su éxito y su esfuerzo.

El poder de ser visto: cuando una mirada puede cambiar una vida

Hasta que un día, la nostalgia lo invadió. Recordó su hogar, su familia, y decidió regresar. Mandó construir un barco, lo cargó con su “fortuna” de cebollas, y partió rumbo a su tierra natal.

El viaje fue largo, y cuando finalmente llegó al puerto, un hedor insoportable se escapaba de la bodega: las cebollas se habían podrido.

Sin embargo, él no lo notó. Con el corazón rebosante de orgullo, corrió a buscar a su familia.

“¡He vuelto! —gritó— ¡Y he traído conmigo una gran fortuna!”

Pero cuando abrieron la bodega y el olor pútrido llenó el aire, todos retrocedieron horrorizados.

“¿Qué demonios nos trajiste a casa?”, exclamaron, cubriéndose el rostro.

El hombre miró su cargamento con desconcierto. Lo que para él había sido riqueza, ahora era solo podredumbre. Lo que allá valía tanto, aquí no valía nada.

¿Vida después de la muerte?

Dicen que algo parecido le ocurre al alma. Cuando el alma desciende de los mundos celestiales a este mundo físico, solo conoce el valor de los diamantes del cielo: la pureza, la verdad, la conexión con lo divino.

Pero el cuerpo —nuestro cuerpo humano, terrenal— le responde:

“¿De qué estás hablando? Aquí no vivimos de diamantes ni de divinidad. Aquí tratamos con tomates, papas… y cebollas.”

Con el tiempo, el alma se acostumbra. Aprende a vivir entre cosas materiales, a medir el éxito en objetos, logros y posesiones. Y mientras dura, está bien. Pero llega un momento – inevitable – en que esa misma alma debe abandonar el cuerpo y regresar al mundo de donde vino.

Y entonces, al subir de nuevo hacia el cielo, el alma lleva consigo el olor de las cebollas… el peso de una vida terrenal, de un mundo que confundió lo transitorio con lo eterno.

Porque, al final, lo que allá era diamante, aquí se nos olvida.

Y lo que aquí creemos valioso, allá solo huele a cebolla.





Source link

Compartir