La noche en que la paz fue asesinada por la espalda



No era un sábado cualquiera porque el contexto, cargado de simbolismos, parecía destinar de antemano significados especiales a cada paso, a cada gesto en aras de un entendimiento con el enemigo al que combatió primero y tendió la mano después.

Más de 100 mil personas se habían reunido en la Plaza de los Reyes de Tel Aviv en apoyo a las políticas del primer ministro de Israel y su canciller, que un año antes les habían sido reconocidas a ambos con un Nobel de la Paz compartido con el máximo líder palestino, el otro partícipe necesario de los acuerdos.

“Estamos destinados (condenados según algunas traducciones) a vivir juntos en este mismo pedazo de tierra”, había dicho el 13 de julio de 1992 en su discurso ante la Knesset, el Parlamento israelí erigido en Jerusalén, el “Comandante de la Guerra de los Seis Días”, el estratega y luego joven general de tantas batallas, incluidas las libradas antes de la independencia y la fundación del Estado hebreo, en mayo de 1948.

Bajo la premisa de que “la paz no se hace con los amigos”, el otrora guerrero implacable dio pie para que se reencauzara un proceso negociador, que avanzó sigilosamente en Oslo y mostró su primera postal con un apretón de manos escenificado el 13 de septiembre de 1993 en los jardines de la Casa Blanca. Shimon Peres, su exrival en las internas del Partido Laborista y por entonces su ministro de Exteriores y confidente, y el a esa hora inquilino de la mansión presidencial estadounidense, Bill Clinton, completaban el “paisaje” de aquella foto que inundaba las portadas del mundo entero: Yitzhak Rabin, primer ministro de Israel, y Yasser Arafat, histórico jefe de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), apretaban sus diestras.

Aquel gesto, con indisimulada “ayuda” del anfitrión de la cumbre, esperanzó a la mayor parte del mundo pero exacerbó los reproches y potenció los rechazos entre los sectores más radicalizados a uno y otro lado de las trincheras reales e imaginarias erigidas en Medio Oriente. La llegada de Arafat y el establecimiento de una Autoridad Autónoma en Gaza y Jericó, como bastiones iniciales hacia un futuro Estado independiente no pareció suficiente para los detractores del líder de la OLP y su partido Al Fatah, por el lado palestino. Y resultó intolerable bajo la mirada de la dirigencia de derecha del Partido Likud y de políticos ultranacionalistas que empezaban a hacer oír su voz cada vez con más estridencia.

Bajo fuego

Desde las posiciones más radicales palestinas, tiempo después enroladas en filas del brazo armado del Movimiento de Resistencia Islámica (Hamas), la Jihad Islámica y otros grupos, torpedearon la continuidad del proceso, que consideraban una capitulación frente a Israel, con atentados suicidas que llevaron muerte, terror, dolor y activaron rencores y miedo. Eso se potenciaría a finales de esa década.

Antes, entre los israelíes más renuentes a sellar una paz duradera con los palestinos, ganaban espacio y repercusión mediática los mensajes y proclamas de una ultraderecha que tildaba a Rabin de traidor. Esas campañas, destinadas a fomentar el odio contra el primer gobernante israelí nacido en el suelo que hoy es parte de su Estado, mostraba a un Rabin ataviado con la kufiya (pañuelo palestino) en su cabeza, o vestido con uniforme de las SS del régimen de la Alemania nazi, en un montaje tan burdo como exitoso para atizar la violencia.

La diatriba dejó paso a las amenazas, ante las cuales Rabin nunca se amilanó. “Llegamos hasta este emblema de su auto; también podemos llegar a él”, dijo desafiante en medio de una jornada de disturbios y protestas antigubernamentales un joven airado, de 19 años, que blandía como trofeo la insignia de metal del Cadillac, auto oficial del primer ministro que había sorteado con dificultad esos incidentes. El exaltado opositor a Rabin no era otro que Itamar Ben Gvir, actual ministro de Seguridad Nacional de Israel, apuntado desde diversos frentes por sus dichos y acciones en torno a la ofensiva de su país sobre Gaza. No será la única conexión entre el presente y aquella noche de un sábado fatídico.

La distancia entre una tregua y la paz

Lejos de ceder a las presiones internas, Rabin selló un acuerdo de paz con el entonces rey Hussein de Jordania a mediados de 1994. Su discurso tras esa tregua fue una nueva apelación a un cambio de paradigma regional, que incluía el postulado de “paz por territorios” pero no sólo abordaba el conflicto con los palestinos. “Yo, que he enviado tropas al fuego y soldados a la muerte, les digo a ustedes que hoy iniciamos una guerra sin muertos ni heridos, sin sangre ni sufrimiento: la guerra por la paz”.

Pero mientras Rabin, su ministro Peres y Arafat, cosechaban nuevos reconocimientos internacionales por lo que la mayor parte del planeta consideraba un esperanzador camino hacia la paz y la solución de dos estados conviviendo en esta tierra tan cargada de historia, las denostaciones de los opositores israelíes más extremistas y los esporádicos atentados de facciones radicales palestinas mantenían la tensión.

Versos ensangrentados

Por eso Rabin, dibujó una sonrisa en su gesto adusto, al comparecer en la noche de aquel sábado ante una plaza abarrotada de gente, en buena parte jóvenes, reunidos para apostar por una paz que había sido tan esquiva. “Fui hombre de armas 27 años. Mientras no había oportunidad para la paz, se desarrollaron múltiples guerras…”, dijo ante la multitud, para luego acotar casi de manera premonitoria: “La paz lleva intrínseca dolores y dificultades para poder ser conseguida, pero no hay camino sin esos dolores…”

El premier laborista se animó antes del cierre del acto a entonar junto a los miles que habían ido a apoyar sus políticas “Shir LaShalom”, la “Canción por la Paz”.

Aquella noche del sábado 4 de noviembre de 1995, Rabin bajó del estrado montado en la Plaza de los Reyes con la íntima satisfacción de que valía la pena seguir andando el camino iniciado.

Tras saludar a su pueblo y mientras se dirigía hacia el estacionamiento junto a su comitiva, dos disparos que ingresaron por su espalda a quemarropa acabaron con la vida del viejo guerrero convertido en artífice del diálogo. Las balas no provinieron de un terrorista palestino infiltrado entre la gente sino de Yigal Amir, un joven extremista judío, que disparó tres veces, hiriendo con uno de los proyectiles a un custodio del primer ministro y asestando los golpes letales con los que perpetró el magnicidio.

El asesino dijo haber actuado “por orden de Dios” y juró no ser parte de ningún grupo o fuerza de las que hacían pública su hostilidad hacia el entonces gobernante israelí.

Más allá de esa frase del homicida, condenado a prisión perpetua, y de los presurosos descargos de la entonces oposición israelí más radicalizada, Leah Schlusberg, la viuda de Rabin, siempre culpó a quienes fomentaron el odio y las acusaciones contra su marido como los responsables intelectuales de su muerte. Entre esos políticos estaban nada menos que el actual primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y su esposa Sara, a quienes la viuda de Rabin nunca perdonó.

El desconsuelo de Leah y de quienes profesaban respeto y admiración por el líder laborista fue aún mayor cuando, apenas meses después, Netanyahu derrotó en elecciones a Peres y se convirtió en el nuevo primer ministro de Israel.

Hilos conductores

Han pasado 30 años de aquel funesto episodio que cambiaría la historia.

Los diarios de esta semana contaron que Netanyahu, el premier que con idas y vueltas, guerras y alianzas de todo tipo es quien más tiempo ha gobernado Israel, se prepara para la “división de Gaza”, según la nueva “fase” de un plan que propicia Donald Trump, el actual inquilino de la Casa Blanca. La iniciativa prevé reconstruir sólo una parte (la “zona verde”) de la Franja, mientras la mayor superficie de esta queda entre los escombros donde sobreviven a duras penas cerca de un millón y medio de palestinos.

Son las huellas de los dos años de ofensiva que dejó unos 68 mil muertos y que el gobierno de Netanyahu y sus aliados más ultras lanzaron como represalia al brutal ataque de Hamas del 7 de octubre de 2023, que costó la vida a más de 1.200 israelíes y el secuestro de más de 250 personas.

También esta semana Trump volvió a pedir, esta vez por carta, al presidente de Israel, Isaac Herzog, que indulte a Netanyahu, procesado junto a su esposa por hechos de corrupción. “Juntos acabamos de garantizar la paz que se ha buscado durante al menos tres mil años”, afirmó el magnate republicano con su habitual verborragia desmedida y casi nunca ajustada a la verdad rigurosa.

En rigor, la paz de esta región sufrió aquel sábado a la noche dos disparos mortales y por la espalda. Las balas de la pistola de Amir las dispararon muchos detractores de la solución de dos estados, acérrimos opositores a la convivencia entre dos pueblos con mucho en común y fanáticos que no están sólo en un partido, religión o país.

Los versos manchados de sangre de la Canción de la Paz, que quedaron en el papel doblado que Rabin guardó en un bolsillo de su abrigo aquel 4 de noviembre, acaso son la más cruda confirmación de que para la paz “no hay camino sin dolores”. Como lo sentenció aquel sábado el mismo premier en la Plaza de los Reyes de Tel Aviv, rebautizada luego como Plaza Yitzhak Rabin, en un homenaje tan merecido como tardío.





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