Eutanasia: ¿más o menos derechos?



Uruguay se convirtió en el primer país de América Latina con una ley de eutanasia aprobada por vía parlamentaria en octubre. Aunque Ecuador y Colombia ya cuentan con despenalizaciones judiciales, el caso uruguayo fue presentado como un símbolo de progreso. Los titulares hablaron de “muerte digna”, de un país moderno y liberal que amplía derechos. Pero la letra de la ley y su alcance real cuentan otra historia por fuera del relato oficial.

Mientras se celebra en los medios un nuevo derecho, el texto legal introduce serios retrocesos en materia de protección a la vida. Lo que se ha instalado como un “avance” podría ser, en realidad, un recorte de derechos básicos. No es necesario acudir a interpretaciones filosóficas para verlo: basta leer dos artículos centrales de la ley.

Un “derecho” que alcanza a la discapacidad y la vejez

Esto no les gusta a los autoritarios

El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.

El artículo 2 establece que toda persona “mayor de edad, psíquicamente apta” que curse una enfermedad terminal o una “condición de salud incurable e irreversible” tiene derecho a que se le practique la eutanasia. Esa redacción –aparentemente compasiva– abre una puerta enorme: incluye a personas con enfermedades crónicas, discapacidades o incluso el envejecimiento, que, según la OMS, también puede considerarse una condición irreversible.

Así, alguien con una discapacidad o una enfermedad degenerativa, que sienta su vida como un “deterioro progresivo de su calidad de vida”, podría solicitar que se le provoque la muerte. En lugar de reforzar la atención y el acompañamiento, el Estado le ofrece una vía para dejar de existir. Se crea una distinción jurídica inédita: a unos se les previene el suicidio, a otros se los asiste para concretarlo. No hay forma más clara de discriminación. Y si dicen que “no es lo mismo”, ¿cuál es la diferencia?, ¿la edad o la discapacidad?

El artículo 4, que regula el procedimiento, también revela vacíos preocupantes. Establece que quien solicite asistencia para morir debe hacerlo por escrito ante un médico. Y si no puede firmar, puede hacerlo “a su ruego otra persona mayor de edad” en su presencia. Es decir: alguien puede pedir la eutanasia a través de otro, sin control psiquiátrico ni intervención de un trabajador social. Para decisiones menos graves, el Estado exige escribano o juez. Para solicitar que te provoquen la muerte, basta una firma.

Una supuesta libertad sin garantías reales

Según el procedimiento, luego el médico “dialogará con el paciente” y verificará que la voluntad sea “libre, seria y firme”. Pero, ¿qué libertad hay cuando alguien sufre intensamente y no recibe cuidados paliativos adecuados? Informar no es acompañar, y ofrecer la muerte como única salida no es garantizar libertad, sino desamparo. Una persona abandonada al dolor no elige: se rinde. En ese escenario, la eutanasia se convierte en una respuesta institucional al fracaso de un sistema de cuidados.

La ley uruguaya, lejos de ser garantista, convierte el sufrimiento en criterio jurídico para poner fin a la vida, sin ofrecer apoyo ni alternativas reales. Y, además, la comisión que evalúa la eutanasia es después del fallecimiento, no antes. Si se hacen mal las cosas, no se puede devolver la vida.

Durante los años de discusión parlamentaria, ninguna de las objeciones técnicas, éticas o jurídicas fue atendida. Las advertencias de especialistas en derecho, bioética o psiquiatría fueron ignoradas. No hubo un debate real, sino una puesta en escena: se fabricó un relato y se desoyó toda crítica. En nombre de la “autonomía personal” se aprobó un texto lleno de ambigüedades, que deja sin protección a quienes más apoyo necesitan.

El resultado de cinco años de discusión sin cambios en el texto de la ley demuestra algo más profundo: hemos perdido la capacidad de escuchar razones. Hoy no importa qué se dice, sino quién lo dice. En el debate público, las etiquetas pesan más que los argumentos, y la descalificación reemplaza al pensamiento. No se dialoga: se compite por imponer relatos.

Resulta más cómodo, para quien no quiere pensar ni escuchar ideas que lo cuestionen, descalificar previamente al adversario antes que tomarse el tiempo de discutir sus razones.

La ley de eutanasia no solo pone a prueba nuestra concepción de la vida y de la libertad. También revela una crisis cultural y política más amplia. Cuando la sociedad deja de debatir racionalmente y se deja llevar por emociones y prejuicios identitarios, la democracia se vacía de contenido. Y si pensar distinto se convierte en motivo de sospecha, ya no estamos ampliando derechos: estamos reduciendo el espacio de la razón compartida.

*Periodista, máster en Periodismo de la Universidad de Barcelona y en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Complutense de Madrid.

**Profesor del Departamento de Humanidades y Comunicación de la Universidad Católica del Uruguay. Doctor en Filosofía por la Universidad Católica Argentina y magíster en Dirección de Comunicación por la Universidad de Montevideo.

.

Texto publicado originalmente en Diálogo Político.





Source link

Compartir