El veneno que no se deja enterrar



Hace algunas décadas, varias empresas estadounidenses enterraron desechos tóxicos bajo tierra. Colocaron químicos venenosos en grandes recipientes metálicos cerca de las Cataratas del Niágara, sellaron bien los tambores y pensaron que el problema estaba resuelto.

Bajo la superficie, los desechos parecían quedar contenidos de manera segura. Pero con el tiempo, los contenedores comenzaron a agrietarse. Los materiales tóxicos empezaron a filtrarse en el suelo y el agua. En algunas comunidades, la vegetación murió, los suministros de agua quedaron contaminados y la gente tuvo que abandonar sus hogares.

Una zona cercana a las Cataratas del Niágara, conocida como Love Canal, se volvió tristemente célebre porque muchos residentes desarrollaron enfermedades graves e incapacitantes ¿Qué salió mal? Las empresas pensaron que habían enterrado con éxito el peligro, pero subestimaron su fuerza. Las toxinas eran demasiado potentes para ser contenidas y, finalmente, reaparecieron con consecuencias devastadoras.

Las emociones humanas funcionan de manera muy similar. Cuando herimos a alguien o hemos sido heridos, cuando sentimos culpa o enojo, la respuesta natural suele ser intentar enterrarlo en lo más profundo: meterlo en un contenedor mental y cerrar la tapa con fuerza. Nos decimos: “Ya terminé con esto. No volveré a pensarlo. Está detrás de mí”.

Lo que enterramos no desaparece: se filtra

Nos convencemos de que ocultando el dolor o el resentimiento hemos resuelto el problema. Pero el alma no es un depósito de acero. Lo que enterramos no desaparece: se filtra. Se cuela en la manera en que hablamos, en cómo decidimos, en la forma en que miramos el mundo. Incluso cuando creemos que ya hemos pasado página, el veneno ya ha empezado a moldearnos desde adentro. La amargura, la culpa y el resentimiento —como aquellos químicos venenosos— se infiltran poco a poco, contaminando nuestras relaciones y oscureciendo nuestra mirada.

El traje que deforma el alma

La lección es clara: no podemos vivir con veneno en el corazón y esperar florecer. El perdón, el soltar y el enfrentar nuestras propias debilidades no son solo un ideal moral: son una necesidad para nuestro propio bienestar. Aferrarse al resentimiento no castiga a la persona que nos hirió; nos castiga a nosotros mismos.

Alguien lo dijo con crudeza: «El resentimiento es como prenderse fuego a uno mismo y esperar que el otro muera por inhalar el humo». O como beber veneno y esperar que el otro muera.

La historia de la rosas para una madre

Sin embargo, no siempre lo entendemos hasta que la vida nos sacude con una escena inesperada. Cuentan que un hombre tenía una relación difícil con su madre. Guardaba reproches, heridas, silencios prolongados. Un Día de la Madre decidió, casi por compromiso, enviarle un ramo de flores a su casa, a unos 300 kilómetros de distancia.

Entró en una florería, encargó el ramo y, al salir, vio a una niña sentada en la vereda, llorando desconsolada. Intrigado, se acercó.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

La niña, entre sollozos, respondió: —Quiero comprarle una rosa roja a mi mamá… pero solo tengo setenta y cinco centavos. Y la rosa cuesta dos dólares.

El hombre, conmovido por la sencillez de aquella pena, sonrió. —Ven conmigo —le dijo—. Yo te compraré la rosa.

Entraron juntos a la tienda. Él compró la flor para la niña y retiró el ramo para su propia madre. Al salir, la pequeña lo miró con gratitud y preguntó con timidez: —¿Podría llevarme con mi madre? Yo le muestro el camino.

El hombre aceptó sin dudar. Subieron al coche y la niña comenzó a dar indicaciones. Calles, esquinas, giros… hasta que finalmente le pidió detenerse. No había casas alrededor. Era un cementerio.

La niña bajó del auto, caminó entre las lápidas y depositó la rosa con suavidad sobre una tumba. Era la de su madre.

El silencio que siguió fue abrumador.

El hombre, paralizado, comprendió de golpe la magnitud de lo que acababa de presenciar. De pronto, todos sus agravios con su propia madre se volvieron ridículos, insignificantes.

La vida es demasiado corta para el enojo, demasiado frágil para desperdiciarla en resentimientos. Sin pensarlo dos veces, regresó a la florería, tomó el ramo que había encargado y condujo los 300 kilómetros hasta la casa de su madre.

Ese día no envió flores: las entregó en persona. Ese día eligió reconciliarse.

Reconciliación

La historia nos deja una verdad luminosa: la reconciliación tiene un tiempo límite. Aferrarnos al enojo o esperar el “momento perfecto” para hacer las paces puede significar perder la oportunidad para siempre.

La vida, en su imprevisibilidad, puede arrebatarnos lo que creemos seguro en cuestión de segundos. Y entonces los rencores que parecían tan importantes se revelan como lo que siempre fueron: sombras sin sentido.

A veces basta un gesto mínimo —una llamada, una palabra, una rosa— para abrir el corazón y recordarnos lo esencial. Porque cada instante que pasamos cargando resentimiento es un instante en el que no estamos viviendo plenamente, ni amando de verdad, ni conectándonos con quienes más queremos. Pero más aún el resentimiento es como un bloqueo en el cuerpo.

Cuando uno cambia, todo cambia

Así como un coágulo en el torrente sanguíneo impide que el oxígeno y los nutrientes lleguen a todas las partes del cuerpo, la ira y la amargura impiden que la bendición, la paz y la energía fluyan en nuestra vida. Nuestro corazón se vuelve pesado, nuestras relaciones se estancan y la alegría que podríamos experimentar queda interrumpida.

Cuando perdonamos, abrimos de nuevo el canal. Cuando pedimos perdón, reparamos el círculo. De repente, la música de la vida puede fluir libremente. La danza puede comenzar de nuevo.

Recuerda: perdonar no es debilidad: es coraje. Es fuerza. Es el poder de reclamar tu historia, restaurar tu alma y dejar que la vida vuelva a moverse en ritmo.

Es tiempo de bailar y de invitar a todos de nuevo a tu círculo. Perdonar es tomar el control de tu vida. Es decidir que los errores de otros no definirán tu futuro ni te mantendrán prisionero de la ira y el resentimiento. Es reconocer que, aunque no siempre podemos controlar lo que otros hacen, siempre podemos controlar nuestra respuesta, y al hacerlo reclamamos nuestra libertad, nuestra paz y nuestra alegría.

La llamada es simple, pero profunda: perdona, sé perdonado y deja que tu alma vuelva a bailar.

Gracias por su tiempo, como siempre les deseo un gran fin de semana.

(*) Rafael Jashes – Rabino





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