El pasto no es más verde del otro lado: solo más cuidado
Dice el dicho que “el pasto del vecino siempre parece más verde”. Y tal vez sea cierto. Porque mientras vos estás mirando el campo del otro, él lo está regando.
La vida tiene mucho de eso. Vivimos tan conectados mirando hacia afuera —comparando, midiendo, deseando— que a veces olvidamos regar nuestro propio jardín. Y cuando por fin levantamos la vista, descubrimos que el nuestro se secó no por falta de suerte, sino por falta de cuidado.
Un estudio realizado en los Países Bajos por Kuhn, Kooreman, Soetevent y Kapteyn (2011) demostró algo curioso: cuando alguien ganaba la lotería, sus vecinos tenían una probabilidad significativamente mayor de comprar un auto nuevo poco tiempo después… incluso sin haber ganado nada ellos mismos. Es lo que los economistas llaman “efecto de comparación social”: cuando alguien cerca de nosotros “sube de nivel”, sentimos —aunque sea sin darnos cuenta— la necesidad de acompañarlo.
Pero en esa carrera invisible por parecer, muchas veces perdemos de vista quiénes somos.
El picapedrero tenía todo y no se daba cuenta
Cuentan que una vez, en un pequeño pueblo al pie de una montaña, vivía un picapedrero. Cada mañana, cuando el sol apenas asomaba, tomaba su martillo y su cincel, y subía a golpear la piedra.
El eco de sus golpes resonaba en el valle como un corazón latiendo en la distancia.
Pero el picapedrero estaba cansado. Miraba hacia arriba y pensaba:
—“¿Por qué mi destino es tan bajo? ¿Por qué debo vivir golpeando piedras mientras otros mandan y descansan?”
Un día, mientras levantaba los ojos al cielo, murmuró:
—“¡Qué maravilloso debe ser ser rey! ¡Cómo me gustaría tener poder!” Y, sin entender cómo, su deseo se cumplió.
No se aprende mirando: la diferencia entre entender y transformar
De pronto se vio vestido con ropas majestuosas, rodeado de sirvientes, aclamado por multitudes. —“¡Qué grandioso es ser el más poderoso de la tierra!” —pensó.
Pero el tiempo pasó, y el sol comenzó a quemarle el rostro. El calor lo agobiaba, y comprendió: —“El sol es más poderoso que yo. Quiero ser el sol.”
Y se convirtió en el sol. Su luz iluminó los campos, los ríos, las ciudades. Se sintió invencible… hasta que una nube se cruzó en su camino y ocultó sus rayos. —“Entonces la nube es más fuerte que yo. ¡Deseo ser una nube!”
Y fue nube. Flotó con majestuosidad, cubriendo montañas, desatando lluvias torrenciales. Hasta que el viento sopló y la arrastró sin piedad por el cielo. —“El viento… el viento es más poderoso. Quiero ser el viento.”
Y fue viento. Sopló con furia, derribó árboles, levantó mares, movió montañas… hasta que chocó contra una de ellas y no pudo avanzar. —“La montaña… ella sí que es fuerte. ¡Quiero ser la montaña!”
Y fue montaña. Firme, inmóvil, eterna. Sintió que por fin había alcanzado la cima del poder.
Hasta que un día, un pequeño golpe retumbó en su interior.
¡TAC! ¡TAC! ¡TAC!
Una y otra vez.
Un picapedrero, con un simple martillo y un cincel, arrancaba trozos de su roca.
Entonces el gigante comprendió. El más poderoso no era el rey, ni el sol, ni la nube, ni el viento, ni la montaña. Era el picapedrero.
Y por primera vez no quiso ser otra cosa. Solo quiso volver a ser él, un hombre, con sus manos, su piedra y su propósito. El que, sin mirar a nadie más, hacía su tarea con perseverancia y sentido.
Nuestra propia tradición enseña algo parecido.
Adán y Eva vivían en un paraíso. Tenían todo lo necesario para ser felices. Pero su mirada se posó en el único árbol que no podían tocar.
Y ese pequeño desvío —ese deseo por lo que no tenían— transformó el paraíso en exilio.
La caída que lo despojó de todo y le mostró que el dolor podía ser un maestro
A veces vivimos en un paraíso y no lo sabemos, porque estamos mirando el árbol prohibido, el jardín ajeno, la vida que otro muestra. Y así, el cielo se vuelve infierno, no por lo que nos falta, sino por lo que dejamos de valorar.
Quizás la clave no esté en mirar menos al vecino, sino en volver a regar nuestro propio jardín.
Porque el pasto no es más verde del otro lado de la cerca… es más verde donde uno se detiene a cuidarlo.