El narco que se fue volando: cuando el Estado abre la prisión y llama «error» a la impunidad

A 28 AÑOS: MEMORIA. Noviembre del 2003, habían pasado tres años desde que la Justicia había condenado, el 2 de febrero del 2000, a los criminales de José Luis Cabezas (cuatro de ellos policías, funcionarios públicos en actividad, miembros de la Policía de la Provincia de Buenos Aires) por el secuestro en Pinamar seguido de muerte, el 25 de enero de 1997 en General Madariaga, a penas promedio de 37 años de prisión, es decir, hasta el 2034.
En 2003, dos jueces de la Cámara de Casación Bonaerense, con argumentos espurios, humillantes y putrefactos de impunidad, bajaron irrisoriamente las condenas por el alevoso asesinato de José Luis.
El acto “jurídico” del 2003 generó indignación y fue apelado por la fiscalía, los abogados de la Revista Noticias y los padres, hijos y hermana de José Luis.
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La Suprema Corte revocó la reducción de penas en dos oportunidades (2007 y 2020). Sin embargo, la liberación de los condenados se dio igualmente a través de otros beneficios, como la libertad condicional y el tiempo transcurrido.
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Eso no permitió que volvieran a cumplir sus condenas originales. Ninguno de los condenados por el crimen de José Luis Cabezas cumplió la pena inicial de perpetua, y todos están en libertad en la actualidad.
El 19 de mayo del 2015, todos los diarios del país publicaban que aquellos dos jueces de la Casación que habían dictado aquel fallo de vergüenza, de impunidad, que habían secuestrado la justicia para José Luis en el 2003 (estuvieron dictando sentencias muchísimos años), eran echados y enjuiciados como jueces, expulsados de universidades y centros académicos por haber dictado “otra vez” una sentencia “irreproducible” por su asquerosidad, perversión e impunidad.
Más de lo mismo, impunidad
El peruano Alex Roger Ydone Castillo, acusado de ser el verdadero dueño de la cocaína detrás del triple femicidio narco de Florencio Varela, estuvo detenido en la Argentina por tráfico de drogas, fue pedido en extradición por el Perú y salió libre “por razones humanitarias” durante la pandemia, por un decreto firmado por Alberto Fernández, entonces Presidente.
Tres años después, su nombre vuelve a los titulares, pero no en un expediente de cooperación penal sino en la escena del crimen. Hoy está prófugo, señalado por su pareja como quien ordenó la matanza de Brenda, Morena y Lara. Y la pregunta que nadie responde es la más simple de todas: ¿cómo un narco internacional con captura de Interpol terminó caminando libre por Buenos Aires?
La cadena de errores judiciales (que no fueron errores)
Ydone fue arrestado en febrero de 2020, cuando el Gobierno peruano lo reclamó por narcotráfico. Su extradición dependía de un trámite formal: Lima debía enviar la documentación en un plazo de sesenta días. No lo hizo.
Mientras tanto, la pandemia llegó como bendición para los que saben leer el Código Penal en clave de conveniencia. El 14 de abril de 2020, la Justicia federal argentina lo excarceló por “razones humanitarias relacionadas con el COVID-19”. El caso se archivó y el expediente se durmió. Años después, la causa se reabrió, pero Ydone ya no estaba a disposición. Tenía un DNI provisorio otorgado mientras estuvo preso. Vivía en el país.
Y mientras los fiscales discutían papeles, la droga corría y las chicas morían. El Perú no envió el pedido formal. La Argentina no insistió en exigirlo. El resultado fue perfecto: una fuga limpia, con respaldo documental. La burocracia cumplió lo que la corrupción ni siquiera necesitó ordenar.
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La complicidad de la forma
Cuando la ley se usa como excusa, deja de ser garantía y se convierte en cómplice. Los jueces que se lavan las manos en tecnicismos, los fiscales que confunden prudencia con inacción, los ministerios que pierden documentos, todos forman parte de la maquinaria que no libera a los culpables, pero tampoco los detiene. La impunidad ya no necesita sobornos: le basta con la pereza institucional.
Los “errores administrativos” tienen nombre propio: un funcionario que no revisó plazos, un ministerio que no cumplió un tratado, una defensa que explotó el sistema y un juez que miró para otro lado. Nadie violó la ley, es cierto. Pero todos violaron la justicia.
El derecho de defensa, cuando se transforma en burla
El derecho de defensa no es un comodín para la impunidad. La abogacía se degrada cuando se convierte en un laboratorio de chicanas procesales: recusaciones, apelaciones, incidentes y nulidades que se interponen sin alma, pero con cronómetro. Cuando el proceso se eterniza, la justicia muere asfixiada en su propia retórica. Ydone Castillo tuvo defensores que conocían las reglas mejor que los fiscales. No ganaron el caso: ganaron tiempo. Y el tiempo, en materia penal, es la moneda más valiosa.
El Código se volvió su refugio. La pandemia, su salvoconducto. La ineficiencia estatal, su garantía de éxito.
El estado que coopera por omisión
La cooperación penal internacional entre Argentina y Perú quedó en evidencia como un simulacro diplomático. Dos países firmantes de tratados de lucha contra el narcotráfico dejaron libre a un criminal por un error de trámite. En lugar de extraditarlo, lo documentaron. En lugar de perseguirlo, lo dejaron pasar. Y mientras tanto, las víctimas de Florencio Varela pagaron con su vida el precio de esa indiferencia.
El jurista alemán Claus Roxin advirtió que “la omisión que permite la consumación también es participación”. Aquí no hubo omisión inocente: hubo participación institucional en la derrota de la justicia.
Una lección amarga
El caso Ydone no es una anécdota. Es una radiografía de cómo se degrada el Estado de Derecho cuando la forma sustituye a la sustancia. Mientras las cárceles se llenan de pobres por delitos menores, los verdaderos responsables del narcotráfico transnacional navegan entre excusas procesales y protocolos sanitarios.
A la sociedad se le pide confianza en el sistema judicial. Pero ¿cómo confiar en un sistema que olvida pedir la extradición de un narco y, al mismo tiempo, encarcela a un chico por robar una bicicleta? Esa no es justicia: es un simulacro con membrete.
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El deber de decir, la obligación del periodismo
En tiempos donde el silencio es cómplice, escribir es un acto de defensa. Porque la impunidad no se combate solo con sentencias: se combate con palabras, con memoria y con exposición pública.
Mientras el expediente siga durmiendo, este texto y los esfuerzos de los periodistas que no trabajan de periodistas, que SON PERIODISTAS, no será en vano: servirá para despertarlo, para zamarrearlo, para cachetearlo para que despierte.
Y si la pluma aún tiene filo, que sea para recordarle al poder una verdad simple: El crimen no se fuga. Lo liberan. Y ahí siempre estará el periodismo, para retarlo a duelo, sin otras armas que la pluma, la razón, la verdad y la justicia. La de verdad.
