El caso Espert: cuando el vocero se convierte en su propio problema


El llamado “caso Espert” no estalló por sorpresa: fue una bomba anunciada. Una vieja denuncia, que llevaba años dormida en los márgenes judiciales y mediáticos, reapareció en el momento menos oportuno, a pocas semanas de una elección nacional. Lo que debió haberse previsto, se ignoró. Lo que pudo haberse desactivado con tiempo, se dejó en manos del azar. La crisis no comenzó cuando la noticia tomó estado público, sino mucho antes, cuando quienes debían cuidar la imagen del dirigente nunca diseñaron una estrategia preventiva. Ese vacío, esa confianza desmedida en la improvisación, fue la semilla del colapso posterior.

La acusación contenía un elemento explosivo: su verosimilitud. En un país donde la sospecha es un deporte nacional y el vínculo entre política y narcotráfico forma parte del imaginario colectivo, cualquier relato que combine dinero, poder y tráfico de influencias suena creíble. En la Argentina conspiranoide, no hay nada que genere más atención que una historia que recuerde a la serie Narcos. La oposición lo entendió a la perfección y aprovechó el contexto electoral para amplificar el tema, instalando la idea de un dirigente liberal cercado por las sombras del dinero sucio. En ese terreno simbólico, la verdad deja de importar: lo verosímil se impone sobre lo real.

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El primer responsable del desastre comunicacional fue el propio José Luis Espert. Su error original fue creer que sus comportamientos no tendrían consecuencias políticas. Esa lógica —tan común en la dirigencia argentina— desconoce una regla básica de la vida pública: todo acto privado de un político es, potencialmente, un acto público. Como suele recordar el Dr. Luciano Elizalde, “si te dedicás a la política, nunca hagas en privado lo que no puedas justificar en público”. Esa máxima resume el error central de Espert: actuar como si la política no tuviera memoria ni archivo.

Pero el segundo gran responsable fue su entorno más cercano, en particular su equipo de comunicación, que no previó nada. No identificó riesgos, no monitoreó temas sensibles ni elaboró un protocolo de respuesta. Esa falta de previsión es imperdonable en campaña. Un equipo profesional de comunicación política no puede darse el lujo de sorprenderse ante lo previsible. Su función es anticiparse, construir escenarios, preparar al dirigente y, sobre todo, protegerlo de sí mismo. Aquí, el equipo de Espert no solo falló en contenerlo, sino que lo empujó al vacío.

Jose Luis Espert
El error original de Espert fue creer que sus comportamientos no tendrían consecuencias políticas.

Cuando la denuncia resurgió, el dispositivo comunicacional se activó tarde y mal. No había relato preacordado ni vocero entrenado. En lugar de contener, la comunicación amplificó la crisis. Las respuestas fueron contradictorias, improvisadas y defensivas. El propio Espert decidió hablar —y hablar demasiado—, convencido de que su palabra bastaría para desactivar la controversia. Fue un acto de confianza personal que terminó siendo un error estratégico: el implicado se transformó en su propio portavoz.

Su primera aparición mediática fue el reflejo de todo lo que había salido mal detrás de escena. Preparó su intervención pensando solo en sus implicancias judiciales y subestimando las políticas. Llegó sin un guión sólido, sin una estrategia clara y sin respaldo de su equipo. Allí, incluso la repregunta más obvia lo dejó sin argumentos, atrapado en un callejón sin salida. En lugar de liderazgo, transmitió nerviosismo; en lugar de autoridad, vulnerabilidad.

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La gestión posterior fue igual de errática. No hubo coordinación entre la estrategia política, la comunicación y la prensa. Se habló sin diagnóstico, se negó sin evidencia y se reaccionó sin evaluar consecuencias. Lo que pudo haber sido un episodio manejable se convirtió en un escándalo nacional. En política, las crisis no sólo destruyen por su magnitud, sino por la torpeza con que se las enfrenta.

El “caso Espert” deja una enseñanza que trasciende al personaje: no hay peor crisis que la que se niega, ni peor comunicación que la que llega tarde. En un tiempo donde la inmediatez amplifica cada error, la previsión y la disciplina siguen siendo las herramientas más poderosas del comunicador político. La política argentina acumula demasiadas crisis mal gestionadas, y casi todas tienen el mismo origen: dirigentes que creen que la verdad puede esperar y equipos que no saben prever.

Porque, al final, ninguna crisis se explica sola. Siempre hay alguien que la provoca, y alguien —peor aún— que no supo evitarla.

*Por Gaspar Bosch – Experto en Comunicación Política e Institucional





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