El arte de ponerse de acuerdo: opinión y diálogo

El Papa Paulo VI aseveró que el desarrollo es el nuevo nombre de la paz (Encíclica Populorum Progressio – 1967), y obviamente también incide en las causas del desarrollo de las naciones, que son más políticas que económicas, y podrían conducirnos a un futuro impredecible y riesgoso. ¿Existe algún modo para liberar al hombre de lo expresado? Quizás sí, pero en muchos países, incluido el nuestro, han sido y son marginados como sendero a la convivencia pacífica entre los ciudadanos: la opinión y el diálogo.
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La opinión, según Platón, expresaba algo así como un término medio entre el saber y la ignorancia. De ahí que algunos distinguen entre doxa (opinión) y episteme (ciencia o estudio). Su carácter controvertible conlleva a la deliberación. Cuando se opta por el estudio se llega a un grado de certeza mayor que en la deliberación, pues en esta se adopta una solución con temor a otras más sólidas que podrían darse.
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El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.
Existe también la opinión pública, que es la tendencia o preferencia real o estimulada de la sociedad o de un número relevante de personas que manifiestan creencias, actitudes y valoraciones sobre temas de interés común. Juega un papel crucial en la política y en los procesos de decisión. Sus fuentes son variadas y van desde las que tienen influencia directa hasta las que indirectamente pueden condicionarla. Entre las principales pueden señalarse los dirigentes y las élites, los escritores, la enseñanza, los grupos religiosos, culturales y artísticos, los partidos políticos y los medios de comunicación social (prensa escrita, radio, televisión, cine, teatro, etc.). Todo ello configura el fenómeno de la publicidad y la propaganda: la primera busca que aquello de interés público llegue a la sociedad; la segunda procura persuadir deliberadamente al público para que adhiera a determinadas ideas.
La trascendencia de la opinión pública se revela en el hecho de que en la vida social y política no es posible el gobierno sin su apoyo. Ya el escocés David Hume (1711–1776) advertía que “no hay gobierno que no se funde en el apoyo de algunos más que sus propios gobernantes”. Posteriormente, el alemán Hermann Heller (1891–1933) sostuvo que “la importancia de la opinión pública para la unidad estatal es tanto mayor cuanto precisa y comprensivamente se haya condensado en juicios políticos firmes y a menudo indiscutibles”.
Por otra parte, la opinión pública manifiesta la conducta del pueblo respecto de cómo deben encararse los asuntos públicos, lo que prima en la comunidad y lo que refleja el concepto de bien común. Sobre este concepto, el Papa Pío XII afirmó que “allá donde no apareciese ninguna manifestación de la opinión pública habría que verificar su real inexistencia; cualquiera sea la razón que explique su mutismo o ausencia, habría que ver un vicio, una debilidad, una enfermedad de la vida social”.
El diálogo, del griego día = a través + logos = palabra, es un remedio infalible que debe orientarse hacia lo bueno y lo justo para el hombre. En la concepción del filósofo español Julián Marías (1914–2005), “la primera condición para el diálogo es ponerse de acuerdo acerca de aquello de lo que se hable, que ello sea inteligible, que las partes estén dispuestas a admitir la evidencia, aunque sea descubierta y propuesta por el otro, en el marco de la veracidad y la coherencia. De otro modo, el diálogo se convierte en profanación”. Es inaceptable, decía, que una de las partes sustente sus argumentos en desmedro de la dignidad de la otra o de la realidad misma.
En el diálogo debemos dejar de lado los insultos, el enfado, los rostros agrios y la soberbia agresiva. Pueden decirse las cosas y argumentar posiciones con mucha fuerza, pero con gracia y respeto. No es necesario estar de acuerdo: se puede discrepar enérgicamente sin romper la concordia, que no es unanimidad ni siquiera acuerdo, sino la firme decisión de convivir.
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Hay debates que parecen impulsados por la obsesión, el odio, el rencor, el despecho y, no pocas veces, por la ignorancia y la irresponsabilidad. En 2010, el entonces cardenal Jorge Bergoglio escribió que “las barreras que impiden el diálogo son: la desinformación, el chisme, el prejuicio, la difamación y la calumnia”.
El resultado es conocido: argumentos inconducentes y consecuencias atroces. El diálogo puede volverse disputa cuando el objetivo es convencer al otro de nuestra verdad. Pero si facilita un consenso, aunque mínimo, contribuirá a respetarnos, con la honesta aspiración de contemporizar y no de imponer una hegemonía.
El diálogo no es una droga alienante ni una forma de pasividad. Es una convicción firme y una confianza dinámica para superar situaciones difíciles. ¿Es tan difícil alcanzar una empatía emocional, al menos para lograr coherencia en objetivos estratégicos de Estado, como la Cuestión Malvinas o la Defensa Nacional? En política interna resulta destructivo buscar el fracaso de un gobierno y no sus aciertos, que podrían beneficiar al país y, en la alternancia democrática, también a una oposición seria y madura.
La creatividad que han demostrado algunas naciones en momentos cruciales de su historia ha sido posible gracias a una actitud amplia, abierta, enérgica, generosa y creativa.
