De las pasiones políticas a la política de las pasiones



Más allá del desconcierto que me generó escuchar que solo el 66 por ciento fue a votar, no pude no pensar en ese 34 % que se abstuvo. Que amén de que algunos no hayan votado por encontrarse de viaje, enfermos, y demás causas justificadas, ¿qué ha sucedido para que un número considerable de ciudadanos prefiera ser espectador de la democracia en vez de actor?

Mi primera idea fue recordar al político y filósofo irlandés Edmund Burke cuando decía que «para que los malvados triunfen basta con que los buenos no hagan nada». Así y todo, esa idea no me convenció. No creo que sea una cuestión de no hacer nada. Porque, de hecho, hicieron: no votaron, pero al no hacerlo se posicionaron. Ya la frase los ubica del lado de los buenos que nada hacen. Pero eso no es suficiente. Creo que hay algo más.

Creo que la victoria de la LLA no puede ser endilgada a aquellos que no votaron. Sí, pienso que hay factores en intersección. ¿Cuáles fueron las condiciones de posibilidad que dieron como resultado los resultados que se obtuvieron?

Esto no les gusta a los autoritarios

El ejercicio del periodismo profesional y crítico es un pilar fundamental de la democracia. Por eso molesta a quienes creen ser los dueños de la verdad.

El fenómeno electoral reciente puede pensarse desde dos movimientos simultáneos: un vaciamiento de las pasiones políticas y, a la vez, una canalización del sufrimiento colectivo dentro de una narrativa moral de redención. Entre esos dos polos -la fatiga y la fe- se configuró el escenario político actual.

‘Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir, y al fin andar sin pensamiento’, canta Roberto Goyeneche en Naranjo en flor»

La primera clave la ofrece Chantal Mouffe con su diagnóstico del mundo pospolítico. En las democracias contemporáneas, el conflicto fue desactivado y la política se convirtió en una administración sin antagonismo. Las diferencias ideológicas se reducen a matices dentro del mismo consenso liberal, y el ciudadano deja de sentir que su participación tiene efecto real. Lo que se disuelve no es solo el debate de ideas, sino el deseo de intervenir. Mouffe lo llama el vaciamiento de las pasiones: una retirada de la libido colectiva, un agotamiento emocional del lazo político.

Lo que hizo la LLA fue transformar esa moral del sufrimiento en relato político. Convirtió el dolor cotidiano en prueba de carácter; dijo ‘ vas a merecerlo si resistís’ «

El 34 % que no fue a votar encarna precisamente eso: la política ya no emociona, no promete nada, no toca. La abstención no es apatía, es desafección. Es el gesto de quienes se retiraron no por indiferencia, sino por descreimiento. En lugar de odio o esperanza, queda una mezcla de cinismo y cansancio. Un país que se ha acostumbrado a la decepción produce ciudadanos que ya no esperan ser representados. La democracia se vuelve rutina sin cuerpo.

El argentino es un ser sufriente

El segundo movimiento, complementario, es el que describe Jessé Souza: la canalización neoliberal de las pasiones. Allí donde la mayoría se vacía de deseo, el neoliberalismo ofrece un nuevo relato afectivo. No promete felicidad ni justicia, promete redención a través del sacrificio. Su lógica es teológica: para alcanzar la salvación -la prosperidad, la libertad, el reconocimiento- hay que sufrir antes. No hay derecho sin dolor, ni éxito sin penitencia. Es la teología del mercado: el mérito como liturgia, el sacrificio como sacramento, el esfuerzo como vía de purificación.

En ese marco, La Libertad Avanza no se impuso contra la cultura popular argentina, sino que dialogó con una de sus sensibilidades más hondas: la del sufrimiento como condición de dignidad. Somos, en cierto modo, hijos del tango. «Primero hay que saber sufrir, después amar, después partir, y al fin andar sin pensamiento», canta Roberto Goyeneche en Naranjo en flor.

Esa melancolía del esfuerzo, ese culto del aguante, traduce con exactitud la sensibilidad libertaria: primero sufrir. No hay amor verdadero sin dolor, no hay logro sin padecimiento. Incluso la frase «hay que pagar la fiesta» resuena como eco moral de esa lógica: toda alegría exige penitencia.

Lo que hizo la LLA fue transformar esa moral del sufrimiento en relato político. Convirtió el dolor cotidiano en prueba de carácter. No dijo «vas a vivir mejor», sino «vas a merecerlo si resistís». Es una pedagogía del padecimiento, una espiritualidad del ajuste. En lugar de cuestionar las causas estructurales del malestar, ofreció un sentido para soportarlo. Y ese sentido, en tiempos de desesperanza, vale más que cualquier programa.

Mientras una parte del país se replegaba por agotamiento, otra encontró en el sacrificio una forma de pertenencia moral. El resultado fue doble: una masa abstencionista anestesiada y una minoría intensamente movilizada. El voto, en este contexto, ya no fue un ejercicio racional, sino un acto de fe: una liturgia del mérito, una forma de soportar el dolor con dignidad. El desafío que deja esta elección no es moralizar la abstención ni lamentar el voto ajeno, sino repolitizar las pasiones. Devolverle al deseo su potencia emancipadora.





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